lunes, 23 de enero de 2017

Violencia obstétrica y maternidad




Violencia obstétrica y maternidad


Hace ocho años parí por primera vez. Tuve un hijo hermoso que tengo el privilegio de maternar cada día.
Hace ocho años yo no sabía que tenía derecho sobre mi propio cuerpo y dejé que me pusieran vías sin preguntar qué llevaban, sin enterarme de qué harían esos medicamentos a mi cuerpo, qué le harían al cuerpecito perfecto del hijo que vivía en mí. Mientras suspiraba para aliviar el dolor de la aguja, dos matronas sin vocación de cuidado me regañaban por exagerada y jocosamente se burlaban de cómo iba a poder parir si suspiraba tan escandalosamente por una vía. Yo me hice chiquitita y procuré no molestar más.
A mis 30 años, yo era educada y pensaba que para que me trataran bien yo tenía que ser dócil y agradable. Por eso, cuando se llevaron a mi bebé para meterle sondas por cada orificio yo no pregunté, no me negué. No defendí a mi hijo, porque no estaba segura de que no les perteneciera a ellos. Cuando se lo llevaban cada noche y me lo devolvían perfumado, yo no dudaba que era lo que había que hacer, y lloraba temerosa y me abrazaba a mi hijo y no entendía porqué estaba tan rota si tenía un hijo sano. Yo tenía, también, los genitales cortados y cosidos. Mal cosidos, no me podría sentar por dos semanas.
Tardé un año en decir en voz alta que el día que nació mi hijo no fue el día más feliz de mi vida. Que lo recordaba con miedo, con furia por haber sido tan cobarde. Que tenía un miedo atroz en el cuerpo porque sabía que yo era una madre que no defendía a su cría. ¿Qué más dejaría que le hicieran a mi hijo? Dejaba, también, que en cada visita el pediatra le bajaran el prepucio con violencia, sin pedirle permiso, enseñándole desde pequeño que con autoridad se puede hacer lo que uno decida con los genitales ajenos.
Hace años que soy consciente no solo del trato que recibimos, sino de mi falta de autoridad sobre mí misma y de responsabilidad sobre mi hijo. Esta realización me ha llevado al activismo y comadreo, a las ansias por cambiar el trato, por hacer círculo con otras mujeres, por cuidarnos, por encontrar compañía y comadreo.
Llevo años haciéndome fuerte, siendo mejor madre. He aprendido a defender a mis hijos. A enseñarles que sus cuerpos son suyos y la responsabilidad que viene con ser dueños de sus propias decisiones.
Hoy, a 8 años y después de haber parido tres veces más, me empiezo a preguntar si la turbulencia, la confusión, el desamparo y el dolor que viví en ese primer puerperio tuvo menos que ver con la maternidad en sí y mucho que ver con la violencia que vivimos los dos. Que vivimos los tres, porque aunque a mi amado no le metieron sondas, ni le cortaron los genitales, ni se adueñaron de su cuerpo, también lo hicieron pequeñito. Cada vez que lo echaban de la habitación, cada vez que lo trataban como un estorbo y persona superflua, le estaban diciendo que era mal padre, que no era capaz de cuidar a su hijo. Nos hicimos todos pequeñitos.
A 8 años sé que la ansiedad y la tristeza que viví tuvo menos que ver con parir que con ser tratada con violencia, con haber permitido que maltrataran a mi hijo.
Cuando parí a mi cuarto hijo, mi matrona, siguiendo mi plan de parto y nacimiento, me asistió con respeto y profesionalidad. La responsable del parto fui yo, la mujer que paría. El hijo era mío, y para tocarlo me pedía permiso. La matrona que me asistió es una profesional con experiencia y conocimiento que agradece planes de parto, porque es matrona, no vidente. La matrona que me cuidó trabajó al lado de mi doula, porque sabe qué hace una matrona, y sabe qué hace una doula. La matrona que atendió mi parto no se siente amenazada por mujeres dueñas de sí mismas.
Estoy dolida porque tanto de lo que se asume que viene después de un parto, viene en realidad después de la objetización e infantilización de la mujer y su cuerpo. De la expropiación de su bebé hasta que la mujer se siente incapaz de cuidarle, hasta que duda de su cuerpo, de que le sabrá alimentar, arropar y cuidar. Seguimos saliendo de tantos partos tan rotas, tan menospreciadas, manoseadas y enajenadas. Es lamentable que mucho sigue dependiendo de la suerte, de una insólita lotería de "quién te toca". Los hospitales respetuosos (término absurdo aunque necesario) pretenden atender de una forma que abarca la decisión de la mujer, la fisiología del parto y las necesidades urgentes del recién nacido. Aún ahí, sigue siendo una lotería.
Es increíblemente violento, injusto y peligroso que no se nos asegure un trato digno y según las mejores prácticas, independientemente del lugar donde vayamos a parir.
Y me pregunto cuánto impacto tiene la violencia a la que somos sometidas, la violencia de la cual no podemos defender a nuestros bebés. Me pregunto cuánto influye en nuestras sombras puérperas. Me pregunto cuánta de la violencia en el mundo tiene raíz en bebés arrancados del pecho de sus madres, cuántos malos tonos y malos tratos y violencias domésticas tienen su origen en bebés que lloraban solos en nidos de un hospital, en bebés que conocieron manos que urgaban en una cuna fría antes del calor y amor de sus madres.
Tenemos el privilegio de vivir en una sociedad que cuenta con profesionales formadas para atender partos normales, con profesionales formadas para saber cuándo derivar, profesionales formadas para hacer una cesárea y salvar así dos vidas. Tenemos el privilegio de vivir en un país que cuenta con centros especializados, con medios para salvarnos la vida a mamá y bebé. Que estos privilegios no sean arma de dolor, solo de salvación necesaria.



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